El germen de esa actitud debemos situarlo, en primer lugar, en la reforma militar que llevará a cabo el gobierno de Adolfo Suárez, a partir de 1976. Para ello, contará con el apoyo del general Gutiérrez Mellado, que desarrolló los cambios para obtener un objetivo muy claro: la democratización del Ejército, una cuestión que sólo se llevó a cabo efímeramente durante la II República.
Esa reforma pudo verse en la Constitución española de 1978. En ella, las Fuerzas Armadas quedan como la simple garantía de la soberanía y la independencia del país. Perdía, de esta manera, mucha influencia política y civil que durante el Franquismo había venido desarrollando.
Sin embargo, la verdadera crisis en el Ejército español vendrá en 1977, con la medida más polémica tomada por Adolfo Suárez: la legalización del Partido Comunista, necesaria para el desarrollo democrático de las primeras elecciones generales. Es entonces cuando empiezan a oírse voces en contra de la norma. Algunos altos mandos del Ejército dimitieron, al no verse partícipes de la polémica medida. Además, el rey comienza a ser objetivo de críticas y malas opiniones, al haber permitido la legalización del partido. Los miembros del sector más conservador del Ejército no habían olvidado, por entonces, el papel de los comunistas en la Guerra Civil, lo que les llevó a tal actitud.
A ello había que añadir el malestar emergente por el creciente terrorismo. Los militares fueron uno de los principales objetivos de etarras y miembros del GRAPO. Una última cuestión de descontento fue la aparición de un único ministerio de Defensa, a diferencia de antes, cuando este departamento se dividía en los de Tierra, Mar y Aire. De esta manera, el Ejército perdía presencia en el Ejecutivo.
En 1980, el ruido de sables en el interior del Ejército se hizo más audible. En ese año aparece un documento conocido como la “panorámica de las operaciones en marcha”. Al parecer, eran tres las conspiraciones que estaban germinando en contra de la situación política y de los propios militares. Una de esas actuaciones era la de los “tenientes generales”, encabezada por Alfonso Armada y Jaime Milans del Bosch; frente a ésta, se hallaba la de los “coroneles”, que pretendían ejecutar el golpe duro a la democracia. Los primeros contaron con el teniente coronel Antonio Tejero, que sería la cara visible del golpe de Estado.
De hecho, éste se programó para el día 23 de febrero de 1981. La razón era que en dicha fecha se llevaría a cabo la investidura como presidente del gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, tras la dimisión de Adolfo Suárez, un mes antes. Varios fueron los frentes que se abrieron para llevar a cabo el golpe.
Por un lado, el Congreso de los Diputados fue asaltado por Antonio Tejero y otros guardias civiles en plena sesión de investidura. Por otro lado, la sede de Radio Televisión Española fue tomada por los golpistas, para así controlar el principal medio de comunicación de la época. Por último, la ciudad de Valencia vio como en sus calles desfilaron los tanques comandados por Milans del Bosch.
Sin embargo, el intento del golpe de Estado fracasó por varios motivos. El principal fue la división de los propios golpistas con respecto al devenir de su acción. Por otro lado, estuvo la intervención del rey Juan Carlos a favor de la Constitución y en contra de la acción militar. Su actitud durante aquel día fue siempre discutida, ya que los procesados por el golpe siempre mantuvieron que el monarca estaba al tanto del mismo.
Son muchas las incógnitas que el 23 F no ha sabido resolver. Todavía treinta años después, quedan cuestiones por aclarar, aunque lo más importante es señalar que el intento de acabar con la incipiente democracia española, afortunadamente, no llegó a buen puerto.
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